miércoles, 16 de junio de 2010



Prólogo

No podía dejar que me cogieran, ese era el pensamiento que me acompañaba desde que había abandonado, precipitadamente, mi hogar. De todas maneras y aunque me mudase de mi país, aún no podía garantizar mi seguridad ya que lo que llevaba conmigo era un objeto demasiado peligroso; un objeto que no podía acabar en las manos equivocadas pues las consecuencias serían desastrosas…

- Aquí tiene señorita.

La temblorosa voz del dependiente de la tienda me despertó de mis ensoñaciones cuando salio del almacén.

– Éste era el último que me quedaba - me dijo mientras posaba un pequeño paquete envuelto sobre la mesa.

- Gracias – le susurre mientras rebuscaba en mi bolso, tratando de encontrar el diminuto monedero que siempre llevaba conmigo.

Su silencio, como respuesta, me resulto extraño. Le mire a los ojos mientras esperaba por mi cambio y pude percibir en él un estado de nervios totalmente plausible: los latidos de su corazón se incrementaban a medida que miraba su reloj de bolsillo. Además, tardaba en devolverme el cambio, como si quisiese retrasar el momento en que abandonase su tienda.

- Quédese con el cambio – le dije metiendo el paquete en mi bolso y dándome la vuelta.

- ¡N-No! – un débil grito salio de su boca – No puede irse aún – me dijo en un tono no muy convincente de voz.

- ¿Perdón? – me di la vuelta y le mire directamente a los ojos – Y eso, ¿por qué? – le dije enmarcando una ceja.

Vi, entonces, como el rostro del afable anciano sonreía ahora ampliamente tras limpiarse el sudor de la frente con el dorso de su mano.

- Porque ya están aquí.

De pronto, un agudo grito resonó a mis espaldas y sentí como la luna del escaparate se rompía en mil pedazos. Rápidamente, me tape los oídos y me caí de rodillas al suelo.

- ¡Psionicos! – susurre mientras trataba de ponerme en pie para escapar por el almacén.

El agudo grito de los psionicos no cesaba mientras se aproximaban aún más al interior de la tienda. Ya en pie, conseguí saltar el mostrador y darle una patada a la puerta del almacén para escapar por ahí. Aunque, a mi paso, trate de ayudar al dependiente era tarde para él: su cuerpo yacía muerto en el suelo con sangre saliéndole de sus oídos. Una vez que penetre en el almacén, no me fue fácil encontrar la salida pues su maldito grito estaba taladrando mi cabeza mientras me perseguían. El almacén era una habitación rectangular con diferentes pasillos separados entre sí por robustas estanterías de madera. La única luz provenía de una pequeña ventana, al fondo, que daba al callejón de la calle. Con la llegada de los misteriosos perseguidores, diferentes trozos de cristal estaban desparramados por el suelo, formando un curioso mosaico de colores. Escuche como las balas rebotaban sobre la madera de las estanterías en el momento en que cogí impulso para tirarme por la ventana. Caí sobre mis rodillas y sentí el dulce aroma a hierro cuando mi sangre empezó a manar por las heridas, pero no me importo. Poniéndome en pie, empecé a correr en dirección al final del callejón, escuchando distintos tipos de pasos detrás de mí. Rápidamente, a pesar de que mis piernas flaqueaban en algunas ocasiones, logré salir del callejón y meterme en una alcantarilla escondida en el suelo. Sobre mí, vi como 4 agentes psionicos pasaban en la dirección equivocada buscando a mi persona, llevaban sus típicas gafas de sol y las letras CDCF eran fácilmente visibles en sus abrigos. Suspirando, empecé a caminar por las cloacas en una dirección que ya conocía.

Cuando llegue a mi casa, me deje caer cansada sobre el sofá. Mirando a mis peladas rodillas pensé en que sería cuestión de tiempo en que los rastreadores diesen con mi paradero así que decidí marcharme, de nuevo, de mi hogar. Resignada, tras curarme y cenar, dormí intranquila toda la noche para dirigirme al día siguiente, con mi maleta en mano, a coger el primer tren de la mañana. Ya acomodada, tras elegir mi nuevo destino, saque el paquete que compré el día anterior y lo desenvolví. Un precioso diario de piel negra apareció en su lugar. Abriéndolo, pude aspirar el dulce olor a nuevo en sus páginas y, con vago pesar, saque un bolígrafo de mi bolso. Sin dudar ni un instante más empecé a escribir.

- Me llamo Noa Heredia y soy mentalista.

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